No son muchas las ocasiones en las que te sientes completamente perdido en medio de la naturaleza. No es tan fácil llegar a un sitio en el que de verdad estás completamente fuera de la civilización, aislado y viendo el mundo el mundo tal y como sería hace un millón de años, sin la intervención del ser humano.
Hace un par de semanas tuve la suerte de acompañar a un grupo de inuits en una de sus salidas en busca de alimento por el mar helado. Estábamos en un fiordo congelado en algún lugar de la costa este de Groenlandia, entre Kulusuk y Sermiligaq, dos poblaciones que aun viven de manera tradicional y que no superan el centenar de habitantes. Salimos con el trineo de perros de por el hielo y pasábamos las noches en unas cabañas que los cazadores habían construido en puntos estratégicos o acampando en la nieve. Por el día íbamos con los trineos buscando respiraderos de focas o soltando anzuelos para pescar Halibuts, pero yo me quedaba con algunas localizaciones para volver después, al atardecer o por la noche, en busca de auroras boreales. Estas localizaciones tenían que estar a menos de 500 metros de distancia del campamento, debido al hielo inestable y a la posibilidad de encontrar osos polares en los alrededores. Nunca debíamos estar solos, yo tenía la suerte de contar con la compañía de Fede, otro fotógrafo ávido de llenar su tarjeta de memoria. A mediados de abril, tan cerca del círculo polar ártico, no se llega a hacer de noche del todo y con luna llena había demasiada luz como para que se viera una aurora de intensidad media con total claridad, pero el desierto de hielo coge un ambiente mágico. Estar subido en un iceberg varado en el mar congelado, escuchando el crujido del hielo al moverse por la corriente y pendiente de la posible aparición de osos libera mucha adrenalina, es uno de estos lugares donde cuentan más las sensaciones que la imagen final, pero es desde luego una historia que me apetecía compartir con otros amantes de la naturaleza en estado puro.