Noviembre 1929. Hacía varias semanas que no caía ni una gota de agua, así que me tomaré esta inesperada lluvia como un buen presagio, aunque yo siempre he preferido los días secos para ir de caza, esos días en los que los animales se disputan las pocas charcas que agonizan sobre la abrasadora superficie del desierto y se agrupan para compartir la sombra de algún eucalipto. Es mi último día alejado de los maternales brazos de la tribu, hace ya varios meses que se apagó el eco de los cánticos que me empujaron a iniciar este viaje y ya mañana, con los primeros rayos de sol, recibiré de nuevo el sonido de las voces que anuncien mi vuelta a la aldea. Esta mañana provoqué una densa columna de humo blanco para advertir de mi regreso.
Regueros de agua teñida de rojo intenso resbalan por los márgenes del camino. El aire cargado, el olor a tierra mojada y las nubes que dejan pasar algunos débiles rayos de luz han creado una atmósfera tan apacible como extraña. Ya había pasado por este lugar cientos de veces, pero nunca solo, nunca en silencio, nunca buscando en mi interior el momento exacto en el que los abuelos de mis abuelos describieron en sus primeras estrofas de la canción, en su pequeño trayecto dentro del peregrinaje de su pueblo, las siluetas de estos árboles de aspecto arcaico que adornan el paisaje, nunca intentando averiguar en qué se inspiraron para inventar los nombres de todas aquellas cosas que veían por primera vez, nunca con la responsabilidad de acertar a interpretar sin ayuda de nadie los sutiles mensajes que me envía la tierra y que me han guiado durante los últimos meses en la búsqueda de mis raíces, de mi vínculo con este lugar al que pertenezco.
Por cierto, creo que no me he presentado, me llamo Munatji Napanangka, de los Pintubi de las ancestrales tierras del Territorio del Norte. Hace seis meses que cumplí 15 años y como ya hicieron mis hermanos mayores, mis primos y tíos, mi padre, mis abuelos y cada uno de los hombres desde que el primer Pintubi fuera engendrado por la gran Serpiente Arco Iris y comenzará a cantar las primeras estrofas de nuestra canción, inicié mi walkabout, mi conversión en adulto, mi demostración de que cuando vuelva a la aldea estaré preparado para proveer a la comunidad de abundante caza, para construir un refugio que dé cobijo a una familia, para respetar las decisiones del consejo de ancianos de la tribu y, cómo no, para elegir una esposa.
Ahora los Pintubi vivimos en la aldea de Kintore (Walungurru), en los márgenes orientales del Desierto de Gibson, pero mis abuelos me contaron que los primeros seres humanos que pisaron esta tierra eran nómadas, que no permanecían demasiado tiempo en el mismo lugar para no dañar el manto que vestía a la Madre Tierra, que viajaban empujados por el soplo de una suave brisa que se levantaba cuando el sol abría sus ojos, me contaron también que estos primeros Pintubi cantaban describiendo cualquier cosa que observaban en el camino y que, al final de su existencia, completada su estrofa, cada línea reflejaba un pequeño trayecto en su recorrido y una etapa de su vida. A partir de mañana, ya como adulto, continuaré la canción de mi pueblo con mi propia estrofa, y así como yo aprendí las de mis ancestros y las canté durante mi walkabout buscando el camino que recorrieron a lo largo de los años, mis hijos aprenderán mi estrofa y sus almas quedarán para siempre unidas a este lugar, nuestro lugar.
Dentro de cada familia, las canciones unen generación con generación creando un profundo vínculo entre cada uno de nosotros y nuestros más lejanos predecesores, aquellos que comenzaron a caminar siguiendo el rastro de cada árbol, cada roca y cada río. Los lugares que tuvieron una importancia especial en el largo periplo de alguno de ellos, serán ahora los lugares sagrados a los que acudiré cada vez que deba agradecer la generosidad y la pureza de la Madre Tierra. Dentro de algún tiempo, al final de mi existencia, cuando termine mi propia estrofa, mi espíritu también volverá a la naturaleza en forma de símbolos místicos y de detalles invisibles en esos templos naturales que todavía no conozco pero que formarán parte de mi vida y que mis hijos buscarán durante su walkabout para garantizar su conexión con el entorno al que pertenecen. En estos últimos meses he podido encontrar y recorrer muchos de los lugares que se describen en algunos fragmentos de la canción de mi pueblo. Pasé cerca del cañón de Tjakamara, aunque no llegué a verlo. Las mujeres acuden allí para dar a luz, es un lugar prohibido para los hombres de la tribu. Escuché a los árboles de la miel. Dormí un par de noches en lo alto de los Katakata Hills, me sentí diminuto rodeado de aquel esplendor insólito, el cielo se elevaba formando un arco gigantesco encima, cuanto mayor era la distancia, más profundo el color. Canté la parte de nuestra canción que describe un cielo estrellado, cada estrella corresponde a un sueño y todas las cosas sueñan en la tierra de los Pintubi, los árboles, los wallabies, los ríos, … Uno de los ancianos de la tribu que estuvo una vez en una ciudad nos dijo que no había visto estrellas porque en la tierra del hombre blanco no habían aprendido a soñar, por eso la gente estaba triste y no miraban nunca al cielo.
Esta última noche la pasaré cerca de uno de los pozos de agua que el hombre blanco construyó para saciar la sed de los rebaños que recorrían de norte a sur la llamada ruta del ganado. Cuando era más pequeño, los ancianos de la tribu insistían en que debía siempre evitar acercarme a los asentamientos de aquellos que “hacían daño a la tierra” y me contaron que algunos hombres de nuestro pueblo decidieron renunciar a sus tradiciones y se marcharon atraídos por las suntuosidades de los white fellas. Casi todos acabaron malviviendo en reservas, ofreciéndose como rastreadores a cambio de unas cuantas botellas de licor. Me contaron también que el último grupo de blancos que se adentró en nuestro territorio abandonó sus planes de iniciar prospecciones mineras y volvieron hacia el norte. Uno de ellos escribió en su diario: “En este lugar no hay absolutamente nada, únicamente una amarga e insoportable sensación de vacío y soledad”. Nosotros nos alegramos de que se fueran, pero es increíble que pensaran de esa manera, debían estar totalmente ciegos.
Miguel Puche