Por lo general a todos nos resulta familiar y en cierto modo inevitable apreciar formas reconocibles en muchos de los elementos y manifestaciones de la naturaleza. Rocas con formas antropomórficas, nubes que ahora son rostros y luego siluetas o sombras con identidad propia, son experiencias que casi todos hemos experimentado alguna vez.
A veces las formas son claras y evocadoras, el símil muy evidente y la opinión casi unánime. Parece que disponemos de un extraño mecanismo o resorte que se activa en función de variables como el motivo o el momento y nuestra propia sensibilidad o punto de vista. En esta línea perceptiva se encuentra la pareidolia, un fenómeno psicológico no necesariamente patológico (en esto se basa el famoso test deRorschach) consistente en que un estímulo externo, habitualmente una imagen, es percibido erróneamente como una forma reconocible.
Muchas obras rupestres y restos arqueológicos de diversas culturas presentan características que permiten asociarlos con este curioso fenómeno. La fotografía, con su propio carácter bidimensional y discriminador, puede reforzar este efecto. Incluso el fotógrafo puede llevar todavía más lejos este juego, experimentando con encuadres, óptica y perspectiva, color o ausencia de éste…etc. Pero no siempre las asociaciones son tan evidentes, y a los ojos de otros la cosa se queda en simple juego, una trampa más de nuestra mente, por lo general muy dada a imaginar.
Probablemente el pintor Edvard Munch nunca se topó con la estampa de este viejo y decrépito castaño, pero la visión de una tormenta avanzando hacia la ciudad de Oslo le produjo la sensación de un grito que atravesaba la naturaleza.
Y aunque iba en compañía de sus amigos, sólo él pudo «ver» la imagen del dolor y la angustia reflejada en un rostro. Muchos ven en estas manifestaciones un prueba más de un modelo de percepción universal inherente al ser humano y perpetuada en nuestra memoria y cultura. Partiendo de esta idea, la naturaleza, que lo es todo, repite modelos que el hombre percibe, imita o interpreta. En cualquier caso la Naturaleza ha sido y es una fuente inagotable de inspiración. Y de ella, (y de la mente de Munch) nació «El Grito», cuadro que representaría a la ruptura en la serie «Amor», un trabajo de seis piezas sobre las distintas fases de un idilio. Aunque en su momento fue calificado como «arte demente», es en suma su cuadro más famoso y una de las obras cumbre del expresionismo.
Hice esta fotografía cuando me dirigía al Val das Mouras, un lugar pintoresco de alto interés geológico y botánico en la Serra do Courel, en la Galicia más oriental. A medio camino y en un pequeño claro me topé con la imagen de un tronco de viejo castaño, muerto pero paradójicamente expresivo. La visión de un rostro fantasmal, dolido y angustiado fue inmediata e inevitable.
Luego de mi memoria surgió la visión de una obra maestra. Más tarde mi mente se divertía: ¿Pasaría Edvard Munch por aquí alguna vez?… ¡Caramba! Creo que debería ver esto…
Muy buena la imagen y el comentario Manuel. Un abrazo
Siempre me ha gustado fotografiar árboles. Creo que merecen un lugar pq son muy generosos en su papel en la Naturaleza… (dan sombra, frutos, belleza, mantienen la tierra firme con sus sustratos, oxigenan…) y que mejor que este retrato en tierras celtas. Buena mirada Manuel, buena explicación y un conjunto que te hace pensar en los peligros que acechan a las tierras gallegas con explotaciones mineras y demás especulación. Quizás, y se que mi imaginación enseguida despierta ante textos e imágenes como la tuya, el alma de este castaño esculpe su drama en su antiguo cuerpo… Quizás pretende hacerse ver y ser inmortalizada para detener el peligro… Quien sabe!